Sin lugar a dudas, los arrieros fueron los más eficaces transportistas durante la Nueva España y gran parte del siglo XIX. Gracias a estos personajes se llevaban todo tipo de mercancías hasta los territorios más apartados, de ahí que su figura gozara de una buena reputación, pues al menos dentro del imaginario colectivo el arquetipo del arriero era el de una persona honrada y trabajadora.

Como menciona Bernd Hausberger, los arrieros estaban omnipresentes en la sociedad de la época, y en todos los caminos del país se les podía topar y distinguir por sus notables características: las numerosas recuas de mulas cargadas, sus ropas adecuadas con aditamentos de piel para evitar raspaduras al cargar y descargar las mercancías, sus grandes sombreros de ala ancha forrados de hule para protegerse del sol, así como sus armas y machetes a la vista que servían como herramientas útiles para afrontar cualquier inconveniente en el camino o para defenderse de los bandidos.

El oficio del arriero, evidentemente, no era sencillo: estaban lejos del terruño durante largas temporadas recorriendo enormes distancias y quedando al pendiente de los animales de carga, tenían que entablar relaciones y aprender a comerciar, se enfrentaban a los rigores del clima y a los pésimos caminos, y estaban expuestos a sufrir asaltos de los bandidos, corriendo el riesgo de ser despojados de sus mercancías o incluso de perder la vida. En la novela Astucia, el refrán (…) “no hay atajo sin trabajo” resume claramente que “también se sudaba en el camino” pues el ser arriero no era trabajo fácil. No obstante, los riesgos y las fatigas de este oficio, la arriería era una opción laboral para muchos y su importancia era tal que podría decirse que, desde el virreinato, fue uno de los pilares de la economía siendo un importante motor para el movimiento comercial y el indudable vinculo económico entre la ciudad y el campo.

Arriero y «mula con carga». Archivo Mediateca INAH

La historiadora Clara Elena Sánchez indica que este sistema de transporte iba desde los pequeños arrieros independientes hasta toda una organización formal[1] que, como se ha dicho anteriormente, utilizaba principalmente mulas para el transporte y carga de mercancía, siendo conocido el grupo de estos animales dentro de la arriería como “recua” o “atajo”.[2] Los atajos de mulas dependían de cada arriero. Algunos estaban conformados por unas tres o cinco, mientras que otros se componían de unas cincuenta o setenta mulas manejadas en grupos pequeños instruidos por varios arrieros de diferentes jerarquías como los mayordomos, caporales, cargadores y los sabaneros. El traslado del atajo y el fin de una jornada es descrito por Víctor Ruiz Meza de la siguiente manera:

El mayordomo y sus dos caporales, montados en caballos fogosos y ricamente enjaezados, cierran la marcha. El primero manda en jefe y sus compañeros le sirven de ayudantes. La jornada de las mulas es por lo común de cinco a seis leguas. Al acercarse al sitio designado para acampar, el cocinero hace adelantar un equipo (…). Por fin se detiene la yegua: las mulas se congregan a su alrededor; son liberadas de cargas y aparejos y conducidas al abrevadero más cercano. Los arrieros, entre tanto, clavan estacas en tierra para sostener sobre ellas un enorme pesebre de ixtle tejido, que llenan de maíz. Las mulas vuelven saltando y revolcándose en el suelo: cada una toma su acostumbrado lugar ante el improvisado comedero. Aquellas ciento cincuenta pares de quijadas triturando ávidamente las duras mazorcas, producen un ruido ensordecedor.

Había arrieros llamados de carrera o “camino largo” que eran los que traficaban por las principales rutas del país en viajes que podían durar meses;[3] pero también existían arrieros de “camino corto”, los cuales transportaban bienes desde cada hacienda o comunidad a las ciudades cercanas y viceversa, de manera que podían salir temprano por la mañana y estar regreso en su hogar por la noche o permanecer ausentes solo por algunos días.

Los arrieros fueron uno de los principales blancos de los bandidos: en primera, porque la presencia del arriero nunca faltaba en los caminos y, en segunda, porque traían consigo mercancías y dinero, es decir, un buen botín. Los bandidos significaban un peligro latente para cualquier viandante o transportista, de ahí que muchos comerciantes y arrieros tramitaban contratos notariales cuando los cargamentos a trasladar eran de un alto valor, de este modo en caso de un asalto, de mercancías extraviadas o daño a éstas los conductores de las recuas se comprometían a pagar los daños.

Para evitar estos percances, muchos arrieros ponían en práctica todo un ritual antes de principiar un largo camino: preparaban todo tipo armas que usarían para su protección (espadas, machetes, cuchillos, mosquetes, rifles, etc.). El día de la marcha, a las cuatro de la mañana, se celebraba una misa de despedida en donde el sacerdote bendecía a los arrieros y a los cargamentos; y antes de partir se invocaba la protección de San Pedro, el santo protector de los arrieros, por medio de una oración que se recitaba de rodillas y que, a lo largo del viaje, se llevaba en el sombrero o en alguna bolsita colgada al cuello como una reliquia:

Líbrame Pedro divino

por tu caridad y amor

hoy salgo al camino

gran apóstol del Señor.

Cuando ya al camino salga

y me asalte un malhechor

ahí tu nombre me valga

en el nombre del Señor.

Así se daba comienzo a los viajes.

Posteriormente, las jornadas iniciaban al despuntar el día y terminaban entre las dos o tres de la tarde, y por seguridad casi siempre las recuas trataban de mantener un mismo itinerario saliendo juntas y arribando a los lugares de descanso a la misma hora.

En México, por decenas de décadas estas imágenes se repitieron: los arrieros saliendo al camino con sus recuas de mulas. Sin embargo, su popularidad empezó a decaer a finales del siglo XIX, cuando los animales de carga fueron sustituidos por el ferrocarril. Así, de manera rápida o paulatinamente en ciertas regiones, los arrieros comenzaron a desaparecer y, estos personajes que transportaron tanto mercancías como buenas y malas noticias, que ocuparon un lugar importante en los movimientos revolucionarios llevando y trayendo información sobre los enemigos, fueron quedando solamente en la historia de un México que no volverá.


[1] Los arrieros eran gente de diferentes estatus socioeconómicos: había arrieros bien acomodados que poseían grandes cantidades de animales de carga y tenían a su mando a diferentes empleados que los ayudaban en los viajes, estos arrieros podían estar especializados en el transporte de un solo tipo de mercancía como el aguardiente o el tabaco, por ejemplo; algunos otros eran empresarios más pequeños que aprovechaban sus animales para hacer encargos, ya sea solos o en compañía de familiares que no recibían un sueldo; mientras que otros simplemente ofrecían sus servicios (a quien más les conviniera) sin poseer animales de carga.

Como se puede notar, el mundo del transporte y de los transportistas era polifacético.

[2] Mientras que con el nombre “chinchorro” se llamaba al grupo que estaba conformado por burros, pues la palabra deriva de “chinchorrerío” que hacía alusión a la flojera y lentitud, características que se relacionan con los burros, animales menospreciados para la carga.

[3] Viajando desde la ciudad de México los arrieros tardaban  aproximadamente 15 días en llegar a Querétaro; 36 días para llegar a Oaxaca; 54 días en trasladarse a Durango; 63 días a Monterrey y cerca de tres meses para hacer un viaje hasta Chihuahua; esto sin sumar el tiempo empleado para el regreso. En el caso de una de las rutas más importantes del país: México a Veracruz, un arriero se demoraba de 20 a 30 días en hacer el recorrido, y si había algún percance (por ejemplo fuertes lluvias), el arriero podía necesitar más de 30 días para llegar a su destino.